Mi lengua materna es la pintura. De ahí vengo y es ahí donde siempre quiero volver. A veces uso otras lenguas pero no permanezco mucho en ellas. Sólo curioseo. Es posible que nutran mi pintura y le aporten expresiones, modos y formas propias de esos otros lenguajes. 

Mi primer amor en la pintura fue el gouache y, más tarde, la tempera al huevo. Me resultan irresistibles las superficies opacas y lisas, la pintura pausada y reflexiva. El arte es una gran oportunidad para pensar, para hacerse preguntas e intentar responderlas. ¿Cómo unir arte y vida? ¿Cómo están hechas las cosas?¿Por qué hacer? Las preguntas sobrevuelan el proceso y mis obras nunca intentan responderlas directamente. 

En los primeros años desarrollé una gramática de mi propia pintura, entendí algunos límites: qué podía y qué no podía hacer. Buscando ver cómo estaban hechas otras pinturas empecé a hacer estadías en otros países y eso me permitió ver mi entorno cercano con mayor distancia. Al mirarlo quise comprender cómo la pintura se relacionaba con el espacio común donde distintos criterios estéticos existen en simultáneo. 

Hubiera podido seguir pintando lo que fotografiaba a diario pero me detuvo el río. El río apareció porque yo nadaba largas distancias en él. Además, en esos años, el río crecía e inundaba todo lo que podía. El río suele teñir y, a su modo, pintar. En esos años escribí Niño del río (Ivan Rosado, 2018), una crónica sobre la escultura Muchacho del Paraná de Lucio Fontana y su relación con el río. 

Más tarde nadé mucho en el mar, y todo lo que había sido marrón y ocre se volvió azul verdoso. Empecé a prestarle más atención al movimiento del cuerpo y su vínculo con el color. Pinté nadadores, escribí Som-hi! Diario del mar (Blatt & Rios, 2021) y por un tiempo me sumergí en el ultramar. 

Cuando ya no tuve mar ni río y sólo nadaba en pileta mi obra volvió a tomar lo que tenía más a mano: el movimiento del cuerpo en el agua. Descubrí que había un entrecruzamiento constante en la natación: piernas y brazos opuestos se alternan formando una cruz. La misma cruz que puede ser inicio de la escritura o del tejido. Dos lenguas que cada tanto también me gusta practicar.

Ahora volví unos pasos atrás y recuperé un cuerpo de fotografías que había tomado en Entre Ríos cuando miraba atenta mi entorno. Le pedí a un grupo de escritores que elijan algunas y escriban textos breves. Con las fotos y los textos armé una serie de personajes que estoy usando para narrar algo inmenso e impreciso que llamé Entrerrianías.

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