Diez pistas

I. Entonces, ¿para qué pintar? 

II. Desde el principio me interesó el problema de la representación: lo que vemos no es lo que parece, lo que está representado no es lo que es. 

III. Las primeras obras buscan plantear preguntas y esbozar respuestas (o presentar intuiciones), con el tiempo las certezas se han vuelto más difusas. Ahora pienso que si aflojo los hilos y cede la tensión, la trama se hace más abierta. Quizás, de ese modo, la respuesta atraviese el umbral porque el estado de la cuestión es más permeable. 

IV. La tensión entre aquello que me propongo (a veces irrisorio, cómo pintar dos obras idénticas, cómo reproducir una mancha) y aquello a lo que arribo, permanecen como dos puntos lejanos, distanciados por el tiempo y por mí misma. 

V. El campo de la representación permite infinitas posibilidades. Nadando en el mar de lo posible se aprende que acotar esas posibilidades es un acto arbitrario.

VI. Pienso en dos mundos diferentes que se superponen, dos racionalidades distintas: las manchas –efímeras e ingenuas – y la ardua tarea de reproducirlas –lenta y minuciosa- . Así, muchas otras cosas.

VII. Me inquieta atribuirle un contorno definido a algo que tiene bordes blandos, prolongar el tiempo inicial del gesto al tiempo largo de la simulación.

VIII. Aquello que está alrededor de, cerca de, próximo a mí. El mundo se fuga en un sinfín de semblantes, cuando se detiene, las cosas se presentan bellas y tranquilas. A veces me valgo de la pintura para intentar desvelar el secreto mismo de las cosas, otras de la fotografía; y en el medio, muchas notas. 

IX. Más tarde apareció el río, que siempre estuvo tan cerca. El río nació tumultuoso, lleno de barro, y ahora corre y trae al pez, al canto. Cuando se hastía inunda, desbocado. El río se volvió horizonte, margen y borde de varias maneras de contarlo.

X. ¿Para qué pintar? ¿Para qué hacer? En la búsqueda se encuentra el relato, y en el relato el sentido, o una parte de él. 

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