Bocetos: cuatro movimientos.


Intentaré desglosar el proceso de bocetar una obra en cuatro movimientos, usando como imagen de su recorrido una elipse que desciende, como un badén en el camino, que nos conduce a realizar una obra. El primer movimiento comienza a nivel del suelo y se dispara con la promesa. En el descenso de la curva nos encontraremos primero con la exploración y luego con el error y la torpeza. Por último, ya ascendiendo, y antes de alcanzar nuevamente el nivel del suelo, atravesaremos lo inmejorable. 

1.     La Promesa

La promesa tiene el carácter ineludible del futuro, se relaciona con la concreción de una voluntad en un tiempo que no nos pertenece y que no tenemos ninguna certeza de que nos vaya a pertenecer. Constituye el punto de apoyo de la elipse de trabajo: si su base es firme y creemos en ella, más larga podrá ser la curva que tracemos. En la promesa depositamos no sólo la voluntad sino la esperanza de que esto que comenzamos se llevará a cabo y podremos concretarlo. Creemos en la promesa porque creemos en nuestra capacidad de hacer y reconocemos nuestro rasgo propio de homo fabers

La promesa es el primer movimiento y su impulso ha de ser importante porque será lo que ponga en marcha el proceso de trabajo.

A su vez, la promesa está destinada a la pieza futura: “Te prometo que te voy a hacer así”. En la concreción de esa promesa, en su realización material habrá corrimientos pero la intención inicial, el acto de fe que mueve al trabajo estará contenido en este momento original. 

A veces, no dimensionamos a qué nos llevará nuestra promesa. Es por eso que la promesa es también una aventura. Tenemos que estar dispuestas y entregadas a la promesa para dejarnos guiar por ella. 

Sin promesa no hay boceto.

2.     La exploración

No conocemos del todo nuestra obra, nos engañamos si creemos que sí. Lo que vemos es la punta del iceberg pero la masa que lo sostiene es enorme. En el boceto tratamos de conocer el ancho, largo y profundidad de esa masa. No pretendemos conocerla entera pero sí tener una intuición que le haga justicia a su grandeza.

Así, nos constituimos en exploradoras de la materia y de las formas. De las ideas que nos susurran cuando aparecen.

En la exploración nuestra sensibilidad ha de estar en su máximo esplendor, tratando de que no se nos escapen los elementos de sorpresa que nos amplían nuestra mirada. También podremos encontrar cosas escondidas en los pliegues, elementos que no sabíamos que estaban contenidos en esa gran masa que estamos conociendo. 

El iceberg, a su vez, está en gran parte sumergido y ahí nos sumergiremos nosotras permaneciendo allí cuanto mayor tiempo podamos. Es el tiempo de la apnea, de contener la respiración hasta el máximo para poder ampliar nuestra capacidad respiratoria y llevar el contorno de esa masa de aire que nos mantiene vivas hasta el límite. Es importante saber que en el tiempo de sumersión y mientras mantengamos la apnea estaremos en un mundo que nos es ajeno, tenemos que aprovechar esta oportunidad para explorar esa dimensión extraña al máximo. En la exploración permaneceremos en apnea, esto es, sumergidas, llevando al límite nuestra capacidad de retención del aire. Nos puede sorprender nuestra poca o mucha resistencia. Eso nos hablará de la capacidad de concentración y permanencia que tiene esa idea en nosotras. Y por supuesto, la apnea se puede entrenar y nuestra capacidad para mantenernos en ese estado puede crecer. Sin embargo, no se trata de evaluar la idea ni a nosotras como creadoras sino de conocer la magnitud de la masa sumergida que sostiene a la idea. 

Está bien que en la exploración nos sintamos incómodas, fuera de nuestro ámbito conocido. Ya tendremos tiempo de emerger y recuperar esa experiencia en un registro aproximado.

3.     El error y la torpeza.

Una vez que nos hayamos prometido qué pretendemos hacer y conozcamos aproximadamente la dimensión de esa idea, comenzaremos a equivocarnos. Donde veíamos líneas fluidas realizaremos contornos toscos, donde creíamos elegancia intelectual descubriremos enunciados anodinos. No se trata de pensarnos como artistas mediocres, simplemente nos pasa a todos. El susurro de la frase en nuestra cabeza es brillante mientras permanece en ella. Al escribirlo la frase se vuelve opaca. Pero nuestro mundo es opaco porque es material, la luz sólo viene del sol y nadie pretendería crear un sol.

De modo que la opacidad de nuestro errores es todo con lo que contamos. La elipse de la promesa empieza a reducirse gracias a nuestra torpeza. El descenso puede darse de manera más o menos abrupta y para eso los bocetos nos ayudan a amortiguar esa caída. El colchón de bocetos acoge la caída y la acerca al suelo. Gracias a los bocetos ya estamos más próximos a la pieza que queremos hacer. 

4.     Aquello que nada mejor puede ser pensado (Sic).

El enunciado original es de Anselmo de Aosta, el filósofo hablaba de aquello que “nada mayor puede ser pensado”, y eso era, para Anselmo, sencillamente Dios. Los artistas tenemos algo de demiurgos porque creamos pero creamos materialmente, así sea con palabras o sonidos, la materialidad le otorga un límite finito a nuestras creaciones. Es la opacidad de la que hablamos en el movimiento anterior. 

Además, nuestra capacidad es limitada, así sea que haya obras más bellas, más elocuentes, más polémicas, o conmovedoras en su sentido. Cualquier artista en su sano juicio sabe que su capacidad lo acompaña hasta cierto punto. “Hasta acá llego, no podría hacerlo mejor”, podríamos decirnos. Idealmente una sabe cuáles son puntos débiles pero quizás es mejor una obra con flaquezas que una soberbia. 

Los bocetos nos anticipan cuáles serán las paredes más finas, por dónde se puede resquebrajar la estructura y dejar filtrar otra cosa que no pudo ser prevista. Es posible que, gracias a esas filtraciones, una puede continuar con su investigación hacia otro lado. Aquí es cuando el camino del boceto llega a su fin, un paso más y ya estamos en el terreno vecino de la obra terminada, que tendrá, felizmente, la impronta de todos los movimientos y vicisitudes que recorrieron los bocetos.

Cándido López en el Museo Histórico Nacional


Voy a escribir sobre cosas que no sé, a tratar de indagar sobre modos de vida que me resultan lejanos en el tiempo, sobre los que apenas leí algún libro hace más de diez años, sobre los que escuché hablar alguna vez. Escribiré sobre las pinturas de Cándido Lopez que vi en el Museo Histórico Nacional, de las que ya había visto bocetos en algún momento pero no recuerdo dónde ni cuándo. Me embarco en este desafío porque me invitan a hacerlo, es una invitación generosa para alguien que se reconoce inexperta en el asunto. Pero de eso se trata. Y para colmo, voy a hacer todo esto sin usar palabras propias de una conjetura, como “quizás”, “tal vez”, “es posible”, “es probable”. Voy a hablarles como si yo supiera fehacientemente todo lo que les voy a decir. 

Sobre la Guerra del Paraguay sé lo que sabemos todos: que Argentina, Brasil y Uruguay se aliaron para luchar contra Paraguay. En las salas del Museo Histórico Nacional una infografía cuenta sucintamente cómo se desencadenó la Guerra: Paraguay interfiere en la política de Uruguay apoyando al Partido Blanco, Argentina le declara la guerra, se suman el Imperio del Brasil y el Partido Colorado de Uruguay. Por algún motivo Cándido López se enlista para ir a combatir. No puedo conjeturar, así que voy a decir que Cándido se enlista porque en esa época todos lo hacían, se sentían patriotas respondiendo a su deber, porque matar o morir era cosa corriente y porque además Cándido estaba aburrido de vivir en San Nicolás y casi no tomaba daguerrotipos (que era su profesión habitual). 

De modo que lo tenemos a López metido en una guerra voluntariamente. Tiene la buena o mala suerte de que una granada le vuele la mano derecha. Esto es decisivo. Diré que tuvo buena suerte porque no murió como su compañero González que sí lo hizo mientras le vendaba la mano. Tuvo mala suerte porque perdió la mano derecha siendo López diestro. Ascendió como Teniente 1º del Cuerpo de Inválidos y pudo mirar la guerra desde lejos, como los generales. Se le gangrenó la herida y le amputaron el brazo por arriba del codo. Pudo educar su mano izquierda y pintar las obras que apenas había bocetado durante la guerra. El destino de López era hacer esas pinturas como las hizo, eludió su primer oficio de daguerrotipista, salvó su mano menos hábil y pintó de manera neutral las batallas que había registrado fugazmente (pero quién podría olvidar imágenes tan crueles como ésas). 

El conjunto de pinturas que se presentan en la sala del Museo Histórico Nacional comparten formato, técnica, escala y manera de narrar. López nos cuenta lo que vio, él estuvo ahí, vio cómo sus compañeros marchaban, cruzaban ríos y arroyos, montaban tiendas, arreaban caballos, faenaban vacas, fumaban cigarros, gritaban de dolor, y morían. Vio esas cosas y muchas otras. Vio cómo el cielo se tiñe de distintos colores, cómo el río se funde con el cielo, cómo las nubes se amontonan, cómo el agua refleja la luz en pequeños destellos, cómo las vacas pastan tranquilas, cómo la humareda de los cañones desdibujan la línea del horizonte, y cómo la oscuridad cubre a los hombres en los bosques. Las pinturas de Cándido López tratan de eso: la Guerra se desarrolla minúscula mientras la naturaleza reina exultante. Los paisajes siempre son hermosos, triunfantes: conmueve el río, el cielo, el pastizal, el bosque. Lo que les pasa a los hombres que se están jugando el pellejo son menudencias, la vida cotidiana de hacer un fuego, lanzar una granada, contar una historia, marchar hacia un lado o hacia otro. El continuo de esos movimientos se inscribe en la naturaleza que fluye a su manera en una corriente paralela. Las escenas se narran de manera neutral, no hay ni una pizca de heroísmo que se pueda atisbar en algún gesto. Lo que hacen los hombres es contingencia pura. Cándido López mira la guerra desde un punto de vista pero podría haberlo visto desde otro. Él también es minúsculo y empatiza con todos esos seres, vencedores o vencidos, que se mueven de acá para allá y de allá para acá. En los grandes campos de color, los cuerpos escriben la caligrafía de la guerra; repleta de cuerpos que yacen, muertos o heridos, que se agrupan, se separan, que avanzan o se esconden. Sólo vemos sangre derramada en la batalla de Tuyutí que habrá sido atrozmente grande. Pero Cándido no deja de pintar una guerra llena de palmeras, de agua y humedad. 

Con estas pinturas pasa lo que suele pasar en el arte: los menos hábiles son los que hacen obras sorprendentes, ésas que genuinamente reemplazan la madurez del oficio con la laboriosidad de la voluntad. Se dice que él no las consideraba obras de arte sino registros de lo que había visto. Seguía siendo el daguerrotipista de su juventud, se valió de dibujos y apuntes para dar cuenta de lo que había presenciado. Pero el dibujo y la pintura están inmersas en el tiempo, transcurren con él, y no dan otra opción más que pensar y conjeturar los hechos, reconstruir las escenas, tratar de explicarlas y entender.

Sé que se empeñó en que el Estado Nacional le compre el conjunto de obras, gestionó la compra él mismo escribiendo cartas y pidiendo apoyos. Lo logró: más de 20 años después de comenzada la Guerra, el Congreso autorizó la compra de los cuadros y la destinó al Museo Histórico Nacional. Y ahí están, custodiadas por leones y cañones para aquél que se anime a franquear el patio y se adentre en el relato mítico de la patria. 

Si supiera de estrategia militar entendería qué están haciendo todos esos hombrecitos, cuál era el plan. Si es que lo hubo. Descifraría la geometría de filas, hileras y cuadrados que formaban los soldados. “Se les escaparon los caballos”, le escucho decir a un niño que visita la sala en horario escolar. O “Parecen bichos bolita”, dice otro. Todo es cierto, tan cierto como lo que yo puedo saber sobre lo que quiso pintar Cándido López. 


Publicado en El Flasherito.

Ey, la artesanía. 


Hace algunos meses leí en esta revista un texto que escribió Valentín Demarco sobre su relación con la artesanía. Este escrito no es una respuesta a ese texto pero me pareció propicio tomar el impulso de sus reflexiones para explorar las mías. 

Este no es un texto sobre las diferencias entre arte y artesanía, aunque por momentos mencione algunas. Tampoco es un texto moral, que intente demostrar las virtudes de una práctica y la cancelación de la otra. No quisiera que se trate de una disyunción, que haya que elegir entre uno u otra. 

Y por último, antes de empezar a deslizarme sobre mis ideas, quiero aclarar que voy a reducir la artesanía al tejido porque es la técnica que conozco.

¡Ey! La artesanía está buenísima pero es la retaguardia. Y con ese pero no quiero decir que ser retaguardia sea algo negativo, sólo hay que tener en cuenta que la artesanía mira más hacia atrás que hacia delante. O mira hacia el costado. No creo que la artesanía mire hacia el futuro, no necesita indagarlo, porque la artesanía es el futuro. Es un terreno, que en un primer vistazo, puede ser pensado como bucólico, amoroso y empático. La artesanía cuida más al planeta que el arte contemporáneo, le da más trabajo a la gente de a pie que a la que se viste de estricto negro, trabaja naturalmente en comunidad (y no se lo propone como proyecto de investigación de estética relacional). Sí, la artesanía es hermosa. Está cargada de vínculos con la comunidad, se desarrolla dentro de ella, no hay que explicarle a nadie para qué sirve una manta o que si aprende un oficio puede ganarse el pan. Sin embargo, tiene que haber algo arduo en la artesanía. Porque sino sería más sencillo ser artesana en lugar de artista, al menos para aquellas personas que el hacer manual las satisface. Y quizás sea eso: la artesanía pone en primer plano el hacer manual porque el sentido está dado. Escuché una vez a una tejedora mapuche explicar cómo el tejido en el telar representa el cosmos, el lugar del sujeto en él, en su comunidad, sus relaciones sociales.  Todo eso sucede si sos una tejedora mapuche. Y aquí es donde empiezan los problemas: he asistido a talleres de tejido para aprender técnicas precolombinas, donde la devoción de la profesora y las alumnas por los diseños indígenas es superlativa, y la admiración por sus técnicas también. Pero una al usar esos diseños y esas técnicas no puede más que citarlos porque la mayor parte de la comunidad que nos rodea no sabe qué representa una pelícano o una serpiente bicéfala. 

Anni Albers dedicó su libro On weaving a “sus grandes maestros, los tejedores del antiguo Perú”. Desde el punto de vista técnico, prácticamente todas las técnicas de tejido fueron desarrolladas por las culturas precolombinas en el área que hoy en día ocupa Perú. En el tejido tradicional se encuentran piezas complejísimas hechas con herramientas tan simples como un bastidor y una lanceta. El mundo textil ha desarrollado nuevos materiales pero no maneras de tejer. Las máquinas replican variaciones de ligamentos pero todo se trata de levantar hilos de urdimbre para que pase el hilo de la trama. Suena poco verosímil pero es así, no hay maneras nuevas de tejer, aunque sí haya nuevas formas de combinar esas técnicas. El tejido es un lenguaje binario, dado por dos elementos, la urdimbre y la trama: las combinaciones surgen de las posibilidades de cómo esos dos elementos se disponen. Si una ve el dibujo de un ligamento prefigura un código QR. Además, en otras culturas, el tejido, no sólo puede ser abrigo, contención y vestimenta, sino también texto, relato e identidad. 

Pero como ya dije, yo no soy descendiente indígena y no puedo más que admirar y visitar esas prácticas. Y ahí es donde la madeja corre hacia el arte, le lleva algunas ideas y técnicas a su lado. Como artista, estoy habituada a extraer y ver extraer ideas de otros lugares que, en principio, no son los específicos de nuestro campo. Vemos cómo el arte se nutre de otros oficios, de hábitos, prácticas comunitarias, procesos de trabajo, y hace de cualquier cosa una obra de arte. Me gustaría llamar a eso la actitud extractivita del arte. En sintonía con la economía capitalista, se trata de encontrar recursos y extraerlos. Como descubrir el café y llevarlo a Europa. Las cosas no se hacen por hacerlas sino para volverlas arte. El guion se adapta fácilmente y con un poco de discurso una le da sentido y trascendencia a algo que para otras sería algo de todos los días, algo común y corriente.  No estoy segura de que sea algo necesariamente malo pero me llama la atención por qué no podemos simplemente tejer por tejer, tejer para abrigar, tejer para contener. Hoy en día, algunas piezas tejidas por comunidades indígenas que son vendidas en áreas metropolitanas rescatan el nombre de la artesana. Se lo merecen, por supuesto, pero nuevamente me hace pensar si no estamos pretendiendo que la artesanía adopte las formas del arte, con una autora reconocible y una idea de individuo que la sostenga. Qué lindo sería si todas produjéramos arte de manera anónima, comunitaria. ¿Estaríamos dispuestas a desandar el camino?¿Volvernos retaguardia?

Yo lo intenté: durante el primer año de vida de mi hijo decidí trabajar en casa. Quería, por sobre todo, tejer. Había aprendido a tejer en telar en un posgrado que hice en Barcelona  y era lo que más me interesaba investigar en ese momento. Quería tejer en casa, como lo hacen miles de tejedoras en todas partes del mundo, que además de amas de casa y madres de familia, tejen y se ganan el sustento con su oficio. Además, la tejeduría es una salida laboral real, una posibilidad de manutención, algo que se vende a diario y a cualquiera que esté cerca. La artesanía es un oficio de todos los días, algo que se entrena y se practica (al igual que el arte, la música, el deporte y tantas otras cosas más) pero quizás su vínculo con lo cotidiano es no es tan sinuoso y la convierte en un modo de supervivencia al alcance de muchas. El plan de volverme artesana era sencillo, tejer cuando mi hijo durmiera o cuando me quedara sola. Parcialmente funcionó, ese año hice un muestrario de ligamentos, tintes naturales, algunos bolsitos, una bufanda, una ruana, un par de cestos blandos. Pero al cabo de un año ya quise volver a tener un taller para trabajar en varias cosas al mismo tiempo, porque extrañaba pintar, escribir y trabajar de corrido sin poner a hervir unas papas en el ínterin. Extrañaba ser artista. La idea de volverme artesana era hermosa pero no me funcionó, sencillamente porque además de hacer, de mover mis manos de acá para allá yo quiero decir algo, contar algo, murmurar alguna palabra entrelíneas. Así que alquilé un taller y ahora pinto, escribo y, sí, tejo, pero tejo pensando que eso que hago van a ser obras y no sólo mantas, alfombras, bufandas. Es dificilísimo ser Penélope.


Publicado en Revista Segunda Epoca.


Historias Extraordinarias. 

Fui a ver Historias extraordinarias al Malba. La fui a ver sin saber bien de qué se trataba, simplemente vivía cerca y solía ir a ver películas ahí. ¿Qué otras películas vi en esa época? No me acuerdo. Desde ese día, la única película que vi en el Malba fue Historias extraordinarias. Esa noche estaba Mariano Llinás, el director, que nos advirtió que la película era larga, que tenía intervalos y prometió quedarse hasta el final para contestar preguntas o charlar. 

La película está dividida en tres historias: la de X, la de Z y la de H. De modo, que desde el principio, cuando se presenta a los personajes y sus tres historias, se parte de un tono marcado por una estructura. Este es X y a X le pasan estas cosas. Como si el narrador nos dijera X está en esta trama de acontecimientos, pero podría estar en otra. O les cuento lo que le pasa a X, pero podría contarles lo que le pasa a W, a M o a Q. Así, desde el mismo planteo se les quita a las historias su peso, haciendo que la levedad esté siempre presente. Aunque los personajes estén rodeados de rutinas opacas, de acontecimientos trágicos y de hechos incomprensibles, X, Z y H se mueven ligeros en sus tramas. Eso vuelve, a los tres protagonistas, héroes de ficciones de una potencialidad inabarcable. La obra se toma su tiempo para contar las tres historias; la cotidianeidad inicial de cada entorno es densa pero la maquinaria que mueve las narraciones fluye como un río de llanura y nos muestra cómo, con pocos elementos se puede construir una ficción. 

Esa noche, en la fila de adelante, al centro, estaba sentado T, un conocido mío, que en los intervalos, se daba vuelta y con su voz estruendosa me decía: “Esto es EX TRA OR DI NA RIO, EX TRA OR DI NA RIO”. También decía “¿Viste Balnearios? Es EX TRA OR DI NA RIA”. El intervalo terminaba y nos sumergíamos de nuevo en las vidas de X, Z y H. 

Salí del Malba maravillada, con la sensación que da la familiaridad de una hazaña bien contada y el éxtasis de la haberla vivenciado. Nunca me gustaron las obras crípticas, creo que las obras han de tener una puerta amplia y generosa por donde entrar a recorrerla, poder subir y bajar los pisos si hace falta y moverse con comodidad por sus habitaciones. La película es un maravilloso ejemplo de eso, una casona de arquitectura italianizante de provincia, de techos altos y ambientes amplios. Es natural entrar y quedarse ahí. Lejos está de la fastuosa arquitectura de Salamone, excéntrica e incomprensible, que Llinás retrata a lo largo del film. Los textos que narra la voz en off son precisos, dan las notas esenciales, reflexiones mínimas, que permiten hacer avanzar las tres historias con naturalidad. La narración explica la imagen, le otorga sentido, completa la evidencia de lo que vemos, como si no fuéramos capaces de entender qué sucede sin ella; cuando la voz no está una desea que vuelva, y cuando retorna, es un alivio. Contrario a lo que una podría pensar inicialmente, la película es, ese sentido, breve; se cuenta lo que se necesita contar, ni una palabra más ni una palabra menos. 

En esa época yo ensayaba algunos textos en mis cuadernos de notas pero me parecía un oficio ajeno e Historias extraordinarias se me mostraba como algo sencillo. No volví a ver la película de nuevo por varios años pero en algún momento me encontré con el guión y lo leí con la misma felicidad con la que vi la película. La aparente simpleza de la obra reposa en una estructura sólida, nos muestra que se puede contar bien un relato si se plantea un buen interrogante que ponfa en movimiento la trama, algo que nos resulte insólito, un misterio quizás minúsculo pero trascendente. Me pareció entender que la narración se desliza porque los personajes, al igual que el espectador, persiguen el deseo de saber qué pasó. En el cómo está el arte de contarlo de Llinás y sus compañeros de travesía. Historias extraordinarias me dio la ilusión de que narrar podía ser fácil y me mostró que si la arquitectura es noble la claridad nos guía hasta el final. EX TRA OR DI NA RIO, diría T.


Publicado en la sección Fan, del suplemento Radar de Página12.

Julio Le Parc, pintor de domingo.

Me tomo el 130 y voy, rápido y en línea recta, hasta el MNBA a ver la muestra de Pedro Figari. Llego y me entero que la muestra terminó hace 11 días. Así que decido ver la de Le Parc: Julio Le Parc, artista argentino que vive en París. Lo conocí en 2013; yo vivía en la Casa Argentina en París y tenía una humilde beca de asistente de lengua extranjera, trabajaba a dos horas de París en el Lycée Léonard da Vinci (tomaba RER B + RER D + bus local). En la Casa Argentina había una exposición y Le Parc participaba con una obra. Nos presentó Marcelo Balsells, el director de la Casa. “Ella es Inés, es pintora”, le dijo. Le Parc me miró y me dijo “¿Qué sos? ¿Pintora de domingo?”. Yo no pude ni responder. 

Más tarde vi su gran muestra en el Palais de Tokyo, de la que sólo recuerdo una instalación confusa de luces y espejos de donde salí literalmente perdida. Y después de eso nunca más Le Parc hasta ahora que Figari se me escapó. 

En la exposición del MNBA, primero una se encuentra con los estudios que hizo Le Parc cuando era estudiante de Bellas Artes; nada fenomenal: Julio ensaya distintos estilos ya consagrados. No hay atisbos de nada personal. Es increíble que aun conserve esos dibujos considerando que vive del otro lado del Atlántico hace más de medio siglo. Después vienen unos ensayos en monocopias que se titulan “Papelismos”, donde se ven los rastros de los papelitos que usó para estampar. Y ahí Le Parc se va a París, donde hay un gran salto, su obra se vuelve absolutamente metódica y sistemática. Julio se enamora de la retícula y pinta con gouache unos amorosos diseños del movimiento. Más tarde, pasa algunos de esos diseños a un formato más grande: entonces, lo que en principio se ve en una sola hoja al ser trasladado a una secuencia de cuadros genera movimiento no sólo en las formas sino también en el espectador que los recorre. Hay también algunos videos (de él y de su hijo) donde la protagonista es la luz en movimiento. La exposición termina con una instalación que lamentablemente está dañada y no funciona. 

Salgo de la muestra sin resentimientos: nada como ver encantadoras obras pintadas con gouache algún que otro domingo. 


Publicado en Revista Segunda Epoca. 

¡Arde!


Vaga el espíritu perdido de Luzia entre los restos del Museo de Río: busca rastros de los otros que vinieron después, de los que ahora son carbón oscuro y polvo sin principio ni fin. Luzia no sabe lo que es el Estado, no conoce los recortes presupuestarios ni la precarización de la cultura. Tampoco conoció el Imperio Romano, ni las esculturas griegas, ni el arte egipcio. Ella abandonó el mundo de los vivientes hace unos 11000 años sin dejar demasiados indicios de su lengua y su modo de vida. En eso se parece a esos otros que quizás también perdieron el habla de manera definitiva en el incendio. Pero compartimos un saber con Luzia: el fuego lo consume todo; no distingue entre un objeto ordinario y uno arqueológico. El fuego es implacable, y poco le importa si construimos un lugar, lo llamamos museo, y lo usamos para guardar los restos de otras culturas. A la hora de arder, las llamas no reconocen límites, uniformizan, atemorizan y destruyen. Ante esa concentración de objetos que constituyen un museo, el fuego se hace un festín. Engulle sin parar cultura, historia y saber; volviendo volátil lo que fue estático, humo lo que era palabra y cenizas lo que fue cultura. Frente al fuego nuestra voluntad de atesoramiento (y también de resarcimiento) no hace más que dejar explícita la precariedad de nuestras construcciones. 

Arde el museo y el espíritu de Luzia y de los suyos deambulan entre las cenizas de la fogata. 


Publicado en Revista Jennifer.

Using Format