Tomé algo que se suponía espontáneo, fugaz y único como una mancha, e hice de eso un proceso sinuoso donde todo pasa en cámara lenta. Crear manchas que eran pura mentira y así intentar dilucidar cuál era la verdadera estructura de lo espontáneo, haciendo un simulacro pausado de un tiempo huidizo.
Me inquietaba atribuirle un contorno definido a algo que tenía bordes blandos, prolongar el tiempo inicial del gesto al tiempo largo de la reproducción, teniendo en cuenta también el tiempo del pensamiento que sobrevuela la obra y en la respiración pausada que tenía su eco en el ritmo regular del pincel.
Estas obras intentaban sustraerse a los principios de espontaneidad y originalidad. La operación consistía en copiar manchas, que podrían ser pensadas como el momento más explícito del gesto artístico, aquello que Greenberg pensaba como la máxima expresión de la pintura como medio. Sin embargo, mis obras anulaban el aspecto espontáneo, la realización de las mismas conllevaba una cantidad considerable de horas de trabajo. Primaba la concepción del proyecto por sobre la espontaneidad del gesto. No obstante, no dejaban de ser manchas, de remitir a cierto pasado original y espontáneo.
La primer mancha que pinté fue una copia de un fragmento cuadro de Pollock; no del cuadro mismo sino de la imagen resultante de escanear el libro donde aparecía la obra, seleccionar un pedazo, imprimirla, calcarla, copiarla con papel de calcar y traspasarla con un carbónico para poder pintarla. Al igual que las aguadas, las manchas también se incorporaron más tarde a otras pinturas sin ser tan protagónicas.